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El maleficio de las runas. Segunda parte.

miércoles, 21 de julio de 2010.
El interés del Sr. Dunning en la materia siguió latente debido a un incidente que ocurrió durante la tarde siguiente. Él estaba caminando desde su club hasta el tren, y se dio cuenta de que un hombre con un puñados de folletos tales como los que eran distribuidos como publicidad por las empresas. Este distribuidor no había elegido una calle muy populosa para su operación. De hecho, el Sr. Dunning no notó que haya otorgado ningún panfleto hasta que él mismo pasó a su lado. Al pasar cerca hubo un roce y la mano de este individuo lo tocó, sintiéndose áspera y caliente de manera no natural. Esta impresión no fue muy clara. Él caminaba rápidamente, y cuando miró en el papel, pudo distinguir una tinta azul. El nombre de Harrington en letras capitales cautivó su vista. Se paró, sobresaltado y se palpó en busca de los anteojos. Al siguiente instante el panfleto fue arrebatado de su mano por un hombre que pasó apresuradamente y se escapó de manera irreparable. Dio algunos pasos, pero ¿dónde estaba el hombre? y ¿dónde estaba el distribuidor?
Fue en estado de ánimo reflexivo que el Sr. Dunning pasó el siguiente día al Salón de Manuscritos Selectos del Museo Británico, y llenó las fichas de solicitud para Harley 3586 y algunos otros volúmenes. Luego de un par de minutos de espera le fue traído su pedido. Se sentó en una de las mesas y al darse vuelta precipitadamente, chocó sin querer su pequeño portafolio, el cual cayó al piso. No vio a nadie que pudiera reconocer excepto uno de los empleados del salón, quien le ayudó a recoger los papeles. Pensó que los tenía todos y estaba por volver al trabajo cuando un fornido caballero de la mesa que estaba detrás de él, que estaba justo por irse y había recolectado sus cosas, le tocó en el hombro diciendo:
- ¿Puedo darle esto? Creo que es suyo -y le dio unas hojas de papel.
- Es mío, gracias -dijo el Sr. Dunning.
Al siguiente momento el hombre había abandonado el salón. Antes de finalizar su trabajo en el Salón, el Sr. Dunning tuvo alguna conversación con el asistente, y tuvo ocasión de preguntarle quien era el gentil caballero.
- Oh, es un hombre llamado Karswell -dijo el asistente-, estuvo aquí hace una semana preguntando sobre quienes eran las grandes autoridades en alquimia, y por supuesto le respondí que usted era el único en el país. Veré si puedo alcanzarlo, él estaba interesado en conocerlo, estoy seguro.
- Por amor de Dios, ni lo sueñes -dijo el Sr. Dunning-. Estoy particularmente deseoso por evitarlo.
- ¡Oh! Muy bien -dijo el asistente-, él no viene aquí seguido.
Más que otras veces, en el camino a casa, el Sr. Dunning dióse cuenta que no miraba el solitario atardecer con su usual jocundidad. Le parecía que algo impalpable y indefinido estaba entre él y todos los demás. Intentó sentarse cerca de otra gente en el tren y el tranvía, pero su suerte fue tal que en ambos viajaba muy poca gente. El guarda George estaba pensativo y parecía estar calculando el número de los pasajeros. Casi llegando a su hogar, encontró al Dr. Watson, su médico de cabecera.
- Tengo que alterar tus tranquilidad hogareña, lamento decirlo, Dunning. Tus domésticas, ambas, han sido conducidas a la enfermería.
- ¡Cielos santos! ¿Qué pasó?
- Es algo como ptomanía venenosa, creería. Pero como veo, tu no la has padecido, o no estarías caminando solo.
- ¿Tienes alguna idea de qué lo provocó?
- Bien, ellas me dijeron que compraron algunas ostras a un buhonero durante su hora de comida. Es lamentable. He hecho algunos relevamientos, pero no puedo encontrar a ningún buhonero que haya estado en otras casas en la misma calle. Ven y cena conmigo esta noche, y mañana haremos arreglos hasta que vuelvan tus empleados.
Una tarde solitaria fue de esta manera evitada; a la expensa de algunos desastres e inconvenientes, es verdad. El Sr. Dunning pasó el tiempo pacientemente con el doctor, y regresó a su hogar a eso de las 11:30. La noche que pasó no fue una de esas que uno busca recordar con satisfacción. Estaba en la cama, con las luces apagadas. Se estaba preguntando si la señora de la limpieza vendría temprano por la mañana para traerle el agua caliente, cuando escuchó inconfundible la puerta de su estudio abrirse. No había escuchado pasos en el pasillo, pero el sonido había sido claro, y él estaba seguro de haber cerrado la puerta aquella noche, luego de poner sus papeles en el escritorio. Fue más vergüenza que coraje lo que lo indujo a deslizarse al pasillo y reclinarse sobre la balaustrada de la escalera en su bata de noche, atento a lo que pudiera escuchar. Ninguna luz era visible; ningún sonido era audible: solamente una bocanada de aire caliente, que trepó por un instante a través de su espina. El volvió a su dormitorio y decidió poner traba a la puerta. Hubo más cosas desagradables empero. Quizás la Compañía había decidido que la luz no era necesaria en las horas de la madrugada, y habían detenido su suministro, o quizás algo se había descompuesto, el resultado fue que, de cualquier modo, la luz se había ido. Encontró un reloj y consultó cuantas horas de malestar le restaban pasar. Así que puso su mano en el bien conocido recodo bajo la almohada. Lo que tocó fue, según su explicación, una boca, con dentadura, y con cabello alrededor de ella, y, según declaró, no era la boca de un ser humano. No creo que tengamos que conjeturar lo que dijo o hizo; pero él estaba dentro de una habitación con la puerta cerrada y sus sentidos estaban bien alertas. El resto de la noche, miserable noche, lo pasó mirando a cada momento hacia la puerta. Pero nada pasó.
A la mañana, los sonidos escalofriantes continuaron. La puerta seguía abierta, afortunadamente, y las persianas abiertas (las sirvientas habían sido llevadas al sanatorio antes de la hora de bajarlas); no había, para ser breves, rastros de ningún intruso. El reloj, también, estaba en su lugar habitual; nada estaba alterado, solamente la puerta del armario que se había abierto, lo cual era un hábito muy usual. Un ring en la puerta de servicio, estaba anunciando a la señora de la limpieza, que había sido llamada la noche anterior, y el nervioso Sr. Dunning, luego de pagarle, continuó su búsqueda en otras partes de la casa. Pero fue igualmente infructuosa.
El día comenzó de manera deprimente. No se atrevió a ir nuevamente al Museo: mortificado por lo que el asistente había dicho, Karswell podía volver, y Dunning sintió que no podría enfrentar a un extraño posiblemente hostil. Su propia casa era odiosa; él odiaba ir al doctor. Pasó algún tiempo llamando al sanatorio, donde estaban su ama de llaves y sirvienta. Cerca de la hora del almuerzo, fue a su club, para volver a experimentar una intensa satisfacción al ver al Secretario de la Asociación. En el almuerzo Dunning reveló a sus amigos el más concreto de sus temores, pero trató de no dejarse llevar y hablar de aquellos que más pesaban sobre su espíritu.
- ¡Mi pobre hombre -dijo el Secretario- qué perturbado se lo ve!. Mire, estamos solos en casa, absolutamente. Usted debe quedarse con nosotros. ¡Si! No hay excusa, envíe por sus cosas en la tarde.
Dunning fue incapaz de negarse. Él, en verdad, se ponía más ansioso a medida que las horas pasaban, pensando en que le depararía la noche. Estaba casi feliz mientras se apuraba en ir a empacar.
Sus amigos, cuando ellos tuvieron tiempo de tomar nota de él, se sorprendieron de su apariencia, e hicieron el mejor esfuerzo para que no le baje el ánimo. Más tarde, cuando quedaron solos fumando, Dunning dijo súbitamente:
- Gayton, creo que ese alquimista sabe que fui yo quien rechazó su documento.
- ¿Qué le hace pensarlo? -Gayton susurró-.
Dunning le relató su conversación con el asistente del museo, y Gayton solo pudo concordar con su invitado, que podría estar en lo correcto.
- No me interesa demasiado -prosiguió Dunning-, debe ser fastidioso conocerlo. Pero me imagino que es de mala entraña.
La conversación recayó de nuevo; Gayton se impresionó más y más con la desolación que atacó el rostro de Dunning y finalmente, con considerable esfuerzo, le preguntó directamente si no había algo serio que lo estaba molestando. Dunning pegó una exclamación de asombro.
- Trato de tenerlo fuera de mi mente -dijo-, ¿sabes algo acerca de un hombre llamado John Harrington?
Gayton quedó atónito, y en el momento solo pudo preguntar por qué.
Entonces Dunning contó su experiencia, sobre lo que le sucedió en el tranvía, y en su propia casa, y en la calle, el problema de la sombra que lo acechaba; y al final terminó con la pregunta que desencadenó todo. Gayton no sabía como responderle. Narrarle la historia de Harrington hubiera sido lo correcto, solo que Dunning estaba muy nervioso, y la historia por cierto era bastante macabra. Y él no podría dejar de preguntarse si no habría una conexión entre ambos casos a través de la persona de Karswell. Era una concesión difícil para un hombre de ciencia, pero podría haber sido facilitada por la frase 'sugestión hipnótica'. Finalmente decidió que debería omitir la respuesta esa noche; él podría más tarde hablar de la situación con su esposa. Así que le dijo que había conocido a Harrington en Cambridge, y que creía que había muerto de manera súbita en 1889, añadiendo un par de detalles sobre la persona y su vida pública. Había hablado de esto con la Sra. Gayton, y ella llegó a la conclusión que podía haber estado revoloteando detrás suyo. Fue ella quien le recordó acerca de su hermano, Henry Harrington, y también sugirió que él podía tener más datos de sus anfitriones del día anterior.
- Debe ser un chalado irrecuperable -objetó Gayton-.
- Eso podría ser asegurado por los Bennetts, quienes lo conocen -replicó la Sra. Gayton, y ella marchó a ver a los Bennetts al día siguiente.
No es necesario agregar ni entrar en mayores detalles acerca de los pasos que se siguieron para que Henry Harrington se encontrara con Dunning.
La siguiente escena que tampoco requiere ser narrada es una conversación que tomó lugar entre los dos. Dunning le contó a Harrington sobre la extraña forma en que el nombre del muerto le había seguido, y también le relató algunas de sus propias subsecuentes experiencias. Al final le preguntó si estaba dispuesto a recordar cualquiera de las circunstancias conectadas con la muerte de su hermano. La sorpresa de Harrington por lo que escuchó puede ser imaginada: pero replicó rápidamente.
-De vez en cuando -dijo-, John estuvo muy extraño, durante sus últimas semanas. Hubo varios detalles; el principal fue que sospechaba que lo seguían. Él era, sin ninguna duda, un hombre impresionable, pero nunca había tenido tales manías. No puedo sacarme de la cabeza que aquello fue resultado de un "trabajo", y lo que usted me dice sobre su caso me recuerda mucho a lo de mi hermano. ¿Puede decirme si hay alguna relación entre ambos?
- Hay una, que ha estado tomando forma vagamente en mi mente. He sabido que su hermano había reseñado muy severamente un libro, no mucho tiempo antes de su muerte, y hace poco se ha cruzado en mi camino el hombre que escribió ese libro y que me guarda cierto rencor.
- No me diga que el nombre de esta persona es Karswell.
- ¿Por qué no? Ese es exactamente su nombre.
Henry Harrington se reclinó.
- Le voy a explicar. Por algo que él dijo, me quedó la seguridad de que mi hermano John estaba comenzando a creer, muy contra su voluntad, que este Karswell estaba en el fondo del problema. Mi hermano era un gran aficionado a la música y acostumbraba asistir a los conciertos de la ciudad. Tres meses antes de su fallecimiento, volvió de uno de estos y me dio su programa para echarle un vistazo. Él siempre los guardaba: "casi lo pierdo", dijo "supongo que se me habrá caído, de cualquier manera, lo estaba buscando bajo mi asiento, y en mis bolsillos y, en eso, la persona que se sentaba atrás mío me dio el suyo; dijo si podía darme su propio programa, ya que él no le daría ninguna utilización. No se quien era, un hombre fornido, bien afeitado. Me hubiera lamentado tanto por perderlo; por supuesto podía haber comprado uno, pero este no me costó nada." En otra ocasión me contó que había pasado una noche muy incómoda, tanto en el camino como en el hotel en el que se hospedaba. Puse todas estas piezas juntas luego, pensando en ello. Tiempo después, no mucho, él estaba ordenando todos sus programas, clasificándolos y encuadernándolos. Y cuando revisó este en particular, encontró el principio de una tira de papel que unas extrañas letras escritas, en rojo y negro (muy cuidadosamente), y cuando me las mostró me parecieron letras rúnicas más que nada. "Esto" dijo, "debe pertenecer a mi vecino robusto. Creo que vale la pena devolvérselo; puede ser la copia de algo, evidentemente algo valioso para él. ¿Cómo haré para encontrar su dirección?" Luego de algunas elucidaciones, concluímos que lo mejor sería que él lo busque en el próximo concierto, que tendría lugar muy pronto. El papel estaba puesto sobre el libro; y ambos estábamos cerca de la chimenea; hacía frío, y era una noche ventosa. Supongo que la puerta se abrió, ni me di cuenta; lo cierto fue que entró una ráfaga de aire, una corriente de aire caliente era, y se llevó el papel, que fue a parar derecho al fuego: era un papel tan liviano y débil, que se inflamó de inmediato y se convirtió de inmediato en cenizas. "Bien" dije "ya no puedes devolverle nada." No dijo nada por un minuto, luego más bien enfadado: "No, no puedo, pero no se porque me lo tienes que decir así." Le remarqué que no diría nada más. "No más que cuatro veces" fue todo lo que dijo. Recuerdo esto muy claramente, sin ninguna razón o motivo; y ahora vamos al punto: no se si usted vio o no el libro de Karswell que mi infortunado hermano revisó. Yo lo hice, tanto antes como después de la muerte de él. La primera vez fue muy divertida y lo hojeamos juntos. Carece de un estilo, verbos infinitivos, y una redacción que haría que alguien de Oxford se tire de una montaña. No había nada que el autor no hubiera tragado, mezclando mitos clásicos e historias de la Leyenda Dorada con reportes de costumbres salvajes de hoy en día, todo muy correcto, sin duda, pero si uno sabe como ensamblarlas; y él no tenía la más pálida idea: parecía como poner la Leyenda Dorada y la Rama Dorada exactamente a la par, y creer en ambas. En definitiva, una demostración patética. Bien, luego de la tragedia, volví a hojear el libro. No estaba mejor que antes, pero la impresión que esta vez me provocó fue diferente. Sospeché, como le dije, que este Karswell había llevado a cabo algún tipo de "trabajo" sobre mi hermano, como en venganza por lo que había pasado con el libro. Y ahora me daba esa siniestra impresión. Un capítulo en particular me sobrecogió, en el que habla sobre los "maleficios de las Runas" sobre la gente, tanto con el propósito de ganar un querer o llevarlos a la perdición, quizás más especialmente lo último. El autor habla de todo esto como si realmente denotara conocimiento palpable. No voy a entrar en mayores detalles, pero mí conclusión es que estoy seguro que el buen hombre del concierto no era otro que este Karswell: sospecho, y más que eso, que el papel tuvo mucha importancia, y creo que si mi hermano hubiera podido devolvérselo, aún estaría vivo. Así que ahora le pregunto que puede decirme usted sobre su caso.
A manera de respuesta, Dunning le relató el episodio de la Sala de Manuscritos del Museo.
- Entonces él realmente metió mano en sus papeles; ¿los ha examinado últimamente? ¿No? Debemos, si usted me lo permite, mirar todo y muy cuidadosamente.
Ellos fueron a la casa de Dunning, que aún estaba vacía, ya que sus dos sirvientas aún estaban convalescientes. El portafolio de Dunning estaba acumulando polvillo sobre el escritorio. Ahí estaban las hojitas de papel que había utilizado para tomar sus notas: y de una de ellas se deslizó con pasmosa rapidez a través del cuarto, un pedazo de papel sumamente liviano. La ventana estaba abierta, pero Harrington la azotó, justo a tiempo para interceptar el papel, que pudo atrapar.
- Creo - dijo -, que este papel puede ser idéntico al que le dio a mi hermano. Lo examinaremos, Dunning, esto puede ser algo serio para usted.
Un largo exámen tomo lugar. El papel fue inspeccionado y Harrington dijo que los caractéres eran runas, pero no le era posible descifrarlas. Y ambos vacilaron en copiarlas en un papel, por temor, según confesaron, a perpetuar cualquier propósito malévolo que pudierar ocultar. Así que les fue imposible (si puedo anticipar un poco) descifrar este curioso mensaje. Ambos, Dunning y Harrington estaban firmemente convencidos que el papel tenía el efecto de traerle a su propietario una muy indeseable compañía. Así que debía ser regresado a su fuente de origen, y la única y más segura manera de hacerlo era a través del contacto personal; y aquí fue necesario una estratagema, para Dunning que había sido visto por Karswell. Él tenía que alterar su aspecto afeitándose la barba. Harrington creyó que aún tendrían tiempo. Él sabía la fecha del concierto en la que la 'esquela negra' había sido dada a su hermano: había sido un 18 de Junio. La muerte acaeció el 18 de Septiembre. Dunning le recordó que habían pasado tres meses de la inscripción en la ventana del carruaje.
- Quizás -añadió, con una sonrisa apesadumbrada-, el mío también puede ser un pagaré a tres meses. Creo que puedo recordarlo a través de mi diario. Si, el 23 de Abril fue el día de lo del Museo; esto nos lleva al 23 de Junio. Ahora, como usted sabe, se hace extremadamente importante para mí saber todo sobre el proceso que sufrió su hermano, si le es posible hablar sobre el tema.
- Por supuesto. Bien, la sensación de ser observado cuando se encontraba solo fue lo más desagradable que manifestó. Luego de un tiempo comencé a dormir en su dormitorio, y el se sintió mejor por ello: aún, hablaba de que tenía grandes pesadillas. ¿Sobre qué? No fue muy claro al hacer hincapié en aquello. Pero se lo puedo decir: dos cosas vinieron para él por correo durante aquellas semanas, ambas con estampillas de Londres, y dirigidas en una manera comercial. Una fue una grabado en madera de Bewick, toscamente recortado de una página: exhibía un camino nocturno y un hombre caminando a través de él, seguido por una horripilante y demoníaca criatura. Bajo esta imagen estaban escritas unas palabras del "Antiguo Marino" (que supongo el grabado ilustraba) acerca de alguien quien, habiendo una vez mirado a su alrededor--
caminó,
Y volvió nada más que su cabeza,
Porque el sabía que un demonio terrorífico
que estaba muy cerca suyo por detrás.
- La otra postal era un calendario, tal y como los que los hombres de negocios algunas veces envían. Mi hermano no prestó atención a estas postales, pero yo las volví a mirar luego de su fallecimiento, y comprendí todo lo que pasó antes del 18 de Septiembre. Usted puede sorprenderse ya que la noche que fue muerto, se encontraba solo, pero el hecho fue que durante los últimos diez días aproximadamente, él sintió aún más esas sensaciones de ser observado o seguido por alguien.
El fin de la conversación fue este. Harrington, que conocía a los vecinos de Karswell, pensó que podría tener vigilados sus movimientos. Y la parte de Dunning sería estar listo en cualquier momento para cruzarse en el camino de Karswell, y tener el papel en un lugar seguro y de rápido acceso.
Ellos partieron. Las siguientes semanas sin duda hubo una severa tensión sobre los nervios de Dunning: las intangibles barreras que parecían encimarse sobre él a partir del día que recibió el papel, gradualmente se convirtieron en una creciente negrura que iba opacando sus vías de escape hacia cualquier cosa que podría ser considerada como un refugio. Nadie quería estar cerca suyo, y él parecía carecer de toda iniciativa. Esperó con inexpresiva ansiedad durante Mayo, Junio y principios de Julio, según el consejo de Harrington. Pero todo este tiempo Karswell permaneció inamovible de Lufford.
Al final, a menos de una semana que la fecha se cumpliera el plazo de sus actividades terrenales, llegó un telegrama: «Deja Victoria por tren, Viernes Noche. No lo pierda. Llegaré a la Noche. Harrington.»
Él arribó a tiempo, y ambos tramaron su plan. El tren dejaría la estación Victoria a las nueve de la noche y su última parada antes de Dover sería Croydon West. Harrington marcaría a Karswell en Victoria, y buscaría a Dunning en Croydon, llamándole, si fuera necesario, por otro nombre que acordarían de antemano. Dunning se disfrazaría tanto como pueda, y sin ningún equipaje o iniciales, llevaría el papel consigo.
No es necesario describir el suspenso de Dunning durante su espera en la plataforma de Croydon. Su sentido del peligro durante los últimos días había sido agudizado solo por el hecho de que la nube que lo cubría se había difuminado perceptiblemente; pero este alivio era un síntoma ominoso, y, si Karswell le eludía ahora, toda esperanza se habría terminado; y había mucha probabilidad de que así fuera. El rumor del día podía ser solo un truco. Los veinte minutos que pasó en el andén, perseguido por cada porteador llevando sobres fueron los más amargos que nunca había vivido. Al final el tren llegó, y Harrington apareció por una ventana. Era muy importante, por supuesto, que no hubiera ningún tipo de reconocimiento, y Dunning se ubicó al final del corredor del equipaje, y fue gradualmente avanzando hacia el compartimento en donde estaban Harrington y Karswell. También comprobó que el tren estaba bastante vacío.
Karswell estaba alerta, pero no dio señales de reconocerlo. Dunning tomó el asiento no inmediatamente opuesto a él, e intentó, vanamente al principio, luego con gran exigencia de sus facultades, realizar la deseada transferencia. Opuesto a Karswell y al lado de Dunning, estaban depositados una serie de abrigos de Karswell. No sería muy certero introducir el papel en estas prendas. No podría hacerlo inadvertidamente, y Karswell podía dejar el vagón sin las mismas, así que él tendría que darselo en persona. Ese fue el plan que pensó. ¡Si aunque fuera, pudiera hablar con Harrington! Pero eso no podía ser posible. Los minutos pasaban. Más de una vez, Karswell se levantó y fue hacia el corredor. La segunda vez Dunning estaba casi por intentar tirar alguno de los abrigos fuera del asiento, pero él miró a los ojos a Harrington y leyó una señal de alerta. Karswell, desde el corredor, estaba mirando: probablemente para ver si los dos hombres se reconocían entre sí. Regresó, pero estaba evidentemente intranquilo: y, cuando se levantó por tercera vez, la esperanza surgió, con algo que se deslizó del asiento y cayó casi silenciosamente al piso del compartimiento. Karswell se había retirado una vez más, y Dunning tomó aquello que había caído, y vio que la salvación estaba en su mano, en la forma de un talonario de tickets, con varios tickets y una especie de sobre en la tapa. En cuestión de breves segundos el papel del cual estuvimos hablando estaba ya en el sobre del talonario. Para hacer esta operación más segura, Harrington permaneció cerca de la puerta del compartimento y espió con el rabillo del ojo. Se había hecho, y se había hecho en el momento justo, ya que el tren estaba aminorando su marcha para detenerse en Dover
En un momento más, Karswell reingresó en el compartimiento. En ese momento Dunning se las ingenió, no supo como, para suprimir el temblor de su voz, y le alcanzó el talonario, diciendo:
- ¿Le doy esto, señor? creo que es suyo.
Luego de una breve ojeada a los tickets que contenía, Karswell susurró una respuesta.
- Sí, lo es; le agradezco mucho, sr. -y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.
Luego, en los siguientes momentos, momentos de tensa ansiedad, ya que ellos no sabían que podía pasar si Karswell encontraba el papel, ambos hombres se dieron cuenta de que el vagón pareció oscurecerse y caldearse en torno a ellos; y Karswell estaba oprimido e inquieto; sacó el montón de capas y abrigos de cerca suyo alejándolos lo más posible, como si lo repeliera; y luego se volvió a sentar, mirando a los otros dos hombres angustiosamente. Ellos, ya con una ansiedad enfermiza, se ocuparon de recolectar sus propios bultos, y ambos pensaron que Karswell estaba a punto de decir algo cuando el tren se frenó en Dover.
En el muelle salieron, pero como el tren había estado tan vacío de pasajeros, se vieron forzados a demorarse en la plataforma, hasta que Karswell hubiera pasado frente a ellos con su porteador, camino al bote; cuando se sintieron seguros, intercambiaron un aprentón de manos y una palabra de congratulación. El efecto sobre Dunning fue como para dejarlo casi exánime. Harrington le hizo apoyarse contra la pared, mientras él se acercó a algunas yardas del muelle para ver mejor. El hombre a cargo examinó el ticket de Karswell, y luego bajó al bote. Súbitamente el oficial llamó a Karswell.
- Usted, señor, discúlpeme, pero el otro caballero ¿mostrará su ticket?
- ¿Qué diablos quiere decir con el otro caballero? -resonó como un gruñido la voz de Karswell bajo el muelle-.
El hombre se dobló y lo miró.
- ¿El diablo? Bien, no lo sé.
Harrington lo escuchó hablar a sí mismo y luego en voz alta.
- ¡Fue un error, señor; deben ser sus bultos! Le pido perdón. -y luego dijo a un subordinado, cerca de él- Él lleva un perro consigo, ¿o qué? Es gracioso: hubiera jura'o que no estaba solo. Bien, cualquier cosa que haya sido, lo tendremo' que ver a bordo. La semana que viene estaremo' recibiendo lo' cliente del verano.
Luego de cinco minutos ya no se veía más que la atenuada luz del bote, y una larga línea de faroles de Dover, el rocío de la noche y la luna.
Mucho más tarde, ambos se sentaron en la habitación en el 'Lord Warden'. A pesar de que ya no estaban tan ansiosos como antes, aún sufrían la opresión de una gran duda. ¿Estaban justificados en enviar a un hombre a la muerte, como ellos creían haber hecho? ¿Le tendrían que haber avisado, al menos?
- No -dijo Harrington-, si él es el asesino que pienso, no hemos hecho otra cosa que justicia. Aún, si usted cree que hubiera sido mejor, ¿cómo y dónde le hubiera advertido?
- Solamente sabemos que se ha anotado en Abbéville -dijo Dunning-, si le telegrafío al hotel algo como "examine su talonario, Dunning" me sentiría mucho mejor. Hoy es 21: él aún tiene un día más.
Así que se enviaron algunos telegramas a la oficina del hotel en cuestión.
No quedó claro si alcanzaron su destino, o qué. Todo lo que se supo fue que en la tarde del 23, un viajero inglés mientras estaba paseando frente a la Iglesia de St. Wulfram, en Abbéville, por entonces en obras de refacción, fue golpeado en la cabeza e instantáneamente muerto por una piedra que cayó de uno de los andamios de la torre noroeste, aunque luego se comprobó que no había ningún obrero en el andamio en aquel momento: y los papeles del viajero lo identificaban como el Sr. Karswell.
Únicamente un detalle debe ser añadido. Cuando se vendieron las cosas de Karswell el juego de grabados de madera de Bewick fue adquirido por Harrington. La página con el grabado del viajero y el demonio estaba, tal y como esperaba, mutilada. También, luego de esperar un tiempo prudencial, Harrington repitió a Dunning algo acerca de lo que había podido escuchar sobre las cosas que dijo su hermano en sueños. Pero no dijo mucho, ya que Dunning lo frenó de inmediato.



Henry James.
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El maleficio de las runas. Primera parte.

martes, 20 de julio de 2010.
15 de Abril, 190_
Estimado Señor, le avisamos a través del Consejo de la Asociación de ... que le regresamos la copia de un documento de "La Verdad sobre la Alquimia", que usted ha tenido a bien prestarnos para su lectura durante nuestro último encuentro, para informarle que el Consejo no ha visto la manera de incluirlo en el programa.
Muchas gracias.
..., Secretario
18 de Abril
Estimado Señor:
Le pido mil disculpas por haberle dicho que mis compromisos no me permitían entrevistarlo sobre el tema del citado documento. Nuestras leyes no permiten la materia de su discusión con el Comité de nuestro Consejo, como usted sugirió. Por favor, permítame asegurarle que le fue dada la mayor consideración a la copia que usted nos remitió, y que no es declinada sin haber sido referida al juicio de la autoridad de máxima competencia. No tengo preguntas personales (es necesario para mí agregarlo) y no puede haber habido la menor influencia en la decisión del Consejo.
Créame (ut supra)
20 de Abril
El secretario de la Asociación ... ruega respetuosamente hacerle saber al Sr. Karswell que es imposible para él dar el nombre de cualquier persona o personas a quienes pudo haber sido remitida la copia del documento del Sr. Karswell; así como también darle a conocer el hecho que no siga replicando cartas sobre tal hecho.
===================
- ¿Y quién es el Sr. Karswell? - inquirió la esposa del secretario. Ella lo había llamado a su oficina, y (quizás con desconfianza) había tomado la última de las tres cartas, que el tipista había entregado.
- El Sr. Karswell es un hombre muy desagradable. Pero no se mucho acerca de él, excepto que es rico; su dirección es Lufford Abbey, Warwickshire. Aparentemente es un alquimista, y quiere informarnos todo acerca de eso, y lo demás es que no quiero saber nada por las próximas dos semanas. Ahora, si tu estás lista para marcharte, yo lo estoy.
- ¿Qué has hecho para que se ponga tan desagradable? - preguntó la Sra. del secretario.
- Lo usual, querida: él envió una copia de un documento que quería que fuera leído en el siguiente encuentro, y nosotros se lo referimos a Edward Dunning, probablemente la única persona que sabe sobre este tema en Inglaterra, y como dijo que no servía, lo rechazamos. Desde entonces Karswell ha estado bombardeándonos con cartas. La última que me mandó, decía que quería el nombre de la persona a la que se le envió esta absurda copia; tu leíste mi respuesta a ello. Pero no digas nada, por el amor de Dios.
- Creo que no, pero, ¿alguna vez hicimos algo así? Espero, sin embargo, que nunca sepa que fue el pobre Sr. Dunning
- ¿Pobre Sr. Dunning? No se porque lo llamas así; él es un hombre muy feliz, muchos hobbies, y una casa confortable, y todo su tiempo para sí mismo.
- Quise decir sería una pena si Karswell lo sabe y comienza a molestarlo.
- ¡Oh, si! Entonces él sí será el "pobre" Sr. Dunning.
El secretario y su esposa fueron a comer. Y la casa de los amigos a la que fueron estaba en Warwickshire. Así que la Sra. del Secretario había pensado que podía preguntarles juiciosamente si sabían algo acerca del Sr. Karswell. Pero ella se evitó el problema de encausar la conversación hacia el tema, ya que la anfitriona dijo, luego de algunos minutos:
- Vi al abad de Lufford esta mañana.
La anfitriona silbó.
- ¿Lo viste? ¿Y qué lo trae por la ciudad?
- Dios sabe; salía del Museo Británico.
Fue muy natural que la sra. del Secretario preguntara si este era un verdadero abad.
- Oh, no, querida: solamente un vecino nuestro en el campo que compró la abadía de Lufford hace unos años. Su nombre verdadero es Karswell.
- ¿Es amigo de ustedes? -preguntó el Secretario, con un guiño a su esposa. La pregunta despachó un torrente de declamaciones. Realmente no había nada que decir sobre el Sr. Karswell. Nadie lo conocía bien: sus sirvientes eran sin excepción un horrible grupo de personas; él había inventado una nueva religión, y practicaba una extraña clase de ritos que nadie podía describir bien; se ofendía fácilmente, y nunca perdonaba a nadie: tenía una cara desagradable; nunca realizó un acto de bien, y cualquier influencia que él ejercía era malévola.
- Hazle un poco de justicia al pobre, querida -interrumpió el marido-. Tú olvidas las obras que hace por los chicos escolares.
- ¿Olvidarlas? Hiciste bien en nombrarlas, ya que nos dará una idea de la clase de hombre que es. Ahora, Florence, escucha esto. El primer invierno que estuve en Lufford, nuestro delicado vecino escribió al clérigo de la parroquia, y le ofreció dar una exhibición de magia para los chicos de la escuela. Dijo que tenía algunos trucos que podrían entretenerlos. Bien, el clérigo estaba más que sorprendido, ya que el Sr. Karswell habíase mostrado nada complaciente con los niños, quejándose siempre por las travesuras en sus terrenos o de alguna otra cosa, pero por supuesto él aceptó, y se arregló el evento para la tarde, y nuestro amigo vino personalmente para ver que todo estuviera bien. Él dijo que nunca se había mostrado tan agradecido por algo. Todos los niños asistieron a la casa, fue una fiesta infantil.
Pero este Sr. Karswell había preparado todo con la evidente intención de asustar a estos pobres escolares, y como creo, si se lo hubieran permitido, él lo hubiera hecho. Él comenzó con algunas cosas suaves. Caperucita Roja fue una, y según dijo después el Sr. Farrer, el lobo fue tan horroroso que varios de los niños pequeños se escaparon de allí. Él dijo que el Sr. Karswell comenzó a contar la historia produciendo un ruido como el aullido del lobo a la distancia, lo que fue la cosa más escalofriante que jamás había escuchado. Todas las transparencias fueron mostradas y, según el Sr. Farrer, fueron todas muy claras y absolutamente realistas, y donde las había obtenido o como las había producido, él no se podía imaginar. Bien, el show continuó, y las historias empezaron a ser cada vez más aterrorizantes, y los chicos estaban como hipnotizados en completo silencio. A lo último presentó una serie de imágenes que representaba a un niño paseando a través de su propio parque, es decir Lufford, por la tarde. Cada niño en el salón pudo reconocer el lugar de las fotografías. Y este pobre niño era seguido, y luego perseguido y capturado, y hasta desmembrado por una extraña criatura blanca, que se veía primero desde acechando por los árboles, y gradualmente va apareciendo más y más clara. El Sr. Farrer dijo que fue una de las peores pesadillas que jamás pueda recordar, y de lo que pudo haber significado para los niños, no tenía idea. Por supuesto esto había ido demasiado lejos, y él le dijo muy claramente al Sr. Karswell que no continuara. Y él dijo:
- ¡Oh! ¿Usted piensa que es tiempo de terminar nuestro pequeño festival, y enviar a todos a casa, a sus camas? ¡Muy bien!
Y entonces cambió a otra imagen que mostraba una gran masa de serpientes, cienpiés, y otras desagradables criaturas con alas, y algo parecía que estuviera trepando y saliendo de la fotografía, como para lanzarse sobre la audiencia; y esto fue acompañado de una especie de crepitante sonido seco, que transtornó tanto a los niños, que todos salieron corriendo en estampida. Incluso algunos se lastimaron al chocar contra los muebles, y supongo que ninguno habrá podido cerrar los ojos aquella noche. Ese fue el más grave escándalo en el pueblo. Por supuesto las madres le echaron buena parte de la culpa al pobre Sr. Farrer, pero, si ellas hubieran visto el show, creo que hubieran ido a destrozar cada ventana de la Abadía. Bien, este es el Sr. Karswell, esta es su Abadía de Lufford, querida, y tu te podrás imaginar que pensamos de su sociedad.
- Si, pienso tiene todas las características de un criminal.
- Es este el hombre, ¿o estoy mezclando con algún otro? -preguntó el Secretario (quien durante algunos minutos había estado con el ceño fruncido como si estuviera buscando algo)- ¿Es este el hombre que escribió esa "Historia de la Brujería" hace mucho tiempo, algo así de diez años atrás?
- Es el mismo hombre; ¿recuerdas los comentarios sobre él?
- Ciertamente; y conocí al autor del más incisivo de los libros. Tu deberías recordar a John Harrington.
- Oh, muy bien, a pesar que no recuerdo haber visto o escuchado nada de él entre el tiempo desde que me fui hasta que leí el relato de su caso.
- ¿Caso? -dijo una de las damas- ¿Qué pasó con él?
- Lo que le pasó fue que se cayó de un árbol y se partió el cuello. Pero el enigma fue ¿que lo pudo haber inducido a subirse allí?. Fue un asunto misterioso. Ahí estaba este hombre, un tipo atlético, y sin excentricidades que se supieran, caminando hacia su casa a través de una calle; era tarde por la noche, no había vagabundos por ahí. Súbitamente comienza a correr como un loco, pierde su sombrero y bastón, y finalmente se trepa a un árbol, dificil de subir, por cierto, que estaba cerca de un cerco, se agarra de una rama seca, y el se va para abajo, rompiéndose el cuello, y es encontrado a la mañana siguiente con el rostro desencajado de terror, con la mueca más escalofriante que te puedas imaginar. Fue evidente, por supuesto, que él corrió por algo, y la gente habló de perros salvajes, y de bestias que se escaparon de algún zoológico, pero no había nada en concreto. Esto fue en el '89, y creo que su hermano Henry (a quien lo recuerdo en Cambridge) estuvo tratando de encontrar una explicación desde entonces. Él, por supuesto, insistió en que hubo algo raro, pero no lo sé. Es dificil de ver como pudo haber pasado algo así.
Luego de un tiempo la charla se revirtió sobre la "Historia de la Brujería".
- ¿Leyó alguna vez ese libro? -dijo la anfitriona.
- Si, lo hice -dijo el Secretario-, tanto como pude leer.
- ¿Es tan malo como parece?
- Oh, en mi opinión al respecto, poco interesante. Merece toda la fama que tiene. Pero, más allá de esto, era un libro diabólico. El autor cree cada palabra de lo que ha escrito, y si no estoy muy equivocado, él ha intentado de llevar a cabo la mayor parte de sus recetas.
- Bien, yo solo recuerdo la opinión de Harrington, y debo decir que si yo hubiera sido el autor me hubiera servido para terminar definitivamente con mis ambiciones literarias.
- No tuvo tal efecto en el presente caso. Pero, venga, son las tres y media. Tenemos que irnos.
En el camino a casa la esposa del Secretario dijo:
- Espero que ese horrible hombre no se entere que el Sr. Dunning tuvo algo que ver con el rechazo de su documento.
- No se si haya riesgo de tanto -dijo el Secretario-. Dunning no se menciona, es algo confidencial, y nadie de nosotros lo hace por la misma razón. Karswell no sabe su nombre, Dunning no ha publicado nada sobre el mismo tema aún. El único peligro es que Karswell pueda haber ido al Museo Británico preguntando si había alguien que tuviera por costumbre consultar manuscritos de alquimia. Ahí no puedo decirte con seguridad si el nombre de Dunning no se mencionará. Espero que no ocurra.
A pesar de todo, el Sr. Karswell era un tipo muy astuto.
Esto fue a manera de prólogo. Una tarde, bien tarde, durante la misma semana, el Sr. Edward Dunning estaba regresando del Museo Británico, donde había estado trabajando e investigando, a la confortable casa del suburbio en la que vivía solo, atendido por dos excelentes mujeres que venían trabajando desde hacía tiempo con él. No hay nada más para agregar a manera de descripción de él que ya no hayamos oído. Sigámoslo en su sobrio camino a casa.
Un tren lo recogió a una milla o dos de su hogar, y luego hacía combinación con un tranvía eléctrico. La línea terminaba en un punto a trecientas yardas de la puerta de su casa. Ya estaba cansado de leer cuando entró en el tranvía. La luz era escasa y solamente le alcanzaba para observar las publicidades sobre los cristales de los vidrios frente a donde él estaba sentado. Como era usual, las publicidades de esta particular línea de tranvías eran objeto de sus frecuentes contemplaciones, y, con la posible excepción del brillante y convincente diálogo entre el Sr. Lamplough y un eminente Asesor Legal de la Corona sobre las sales piréticas, ninguna le proveía de mayor campo de acción a su imaginación. Estoy equivocado, había uno en una de las esquinas del tranvía que no le era familiar. Estaba escrito en letras azules sobre fondo amarillo, y todo lo que se podía leer era un nombre, John Harrington, y algo así como una fecha. Podría no ser de ningún interés para él, pero a todo esto, el vagón estaba vacío, él solamente tenía curiosidad de acercarse a algún lugar en donde pudiera leerlo bien. Sintió una ligera pero imperiosa curiosidad por este problema; la publicidad no era del tipo usual. Rezaba:
«En memoria de John Harrington, FSA, de The Laurels, Ashbrooke. Muerto el 18 de Septiembre de 1889. Tres meses fueron permitidos»
El vehículo paró, el Sr. Dunning, aún contemplando las letras azules sobre el fondo amarillo, le dirigió algunas palabras al guarda.
- Le pido perdón -dijo-, estaba leyendo este aviso, es un poco peculiar, ¿no?
El conductor lo leyó lentamente.
- Bien, -dijo- nunca antes lo había visto. Creo que es una broma, ¿no? Alguien que dejó aquí sus bromas, creería.
Sacó un trapo y, luego de remojarlo con saliva, lo aplicó sobre el vidrio, tanto desde dentro como desde fuera.
- No, -dijo- no es una calcomanía; parece como si estuviese en el vidrio, digo, en la sustancia. ¿No lo cree usted, señor?
El señor Dunning lo examinó y restregó con su guante, concordando con el guarda.
- ¿Quién vigila estos anuncios, o les da permiso? Deseo que usted pregunte. Voy a tomar nota de las palabras.
En este momento el guarda tuvo un llamado del chofer:
- ¡Adelante, George, estamos atrasados!
- ¡Está bien, está bien! Es que hay algo raro en este vidrio. Ven y echa un vistazo.
- ¿Qué tiene el vidrio? - preguntó el chofer, arrimándose.
- Bien, ¿y quién e' Arrington?
- Solo estaba preguntando quien sería el responsable de poner este tipo de avisos en su coche, y que sería conveniente hacerle algún pleito - dijo Dunning.
- Bien, señor, eso se hace en la orficina de la Compañía, creo que es del Sr. Timms, creo. Esta noche le avisaremo' y tal vez podamo' darle una respuesta mañana, si uste' viene con este carro.
Esto fue todo lo que pasó aquella noche. El Sr. Dunning se pusó a averiguar sobre Ashbrooke, y supo que podría estar en Warwickshire.
Al siguiente día, cuando partía por la mañana, el tranvía (el mismo de la noche anterior) estaba lleno como para permitir que él pudiera dirigirle la palabra al guarda. Únicamente pudo notar que el curioso aviso había sido removido. Al final del día apareció un nuevo elemento misterioso: perdió el tranvía o bien, se propuso caminar hacia su casa. Una hora después, la criada le anunció la visita de dos empleados de la compañía de tranvías que estaban muy ansiosos de hablar con él. Le dijo que era sobre el aviso, que casi había olvidado. Eran el guarda y el chofer del coche, y cuando hubo recordado el asunto del aviso, preguntó que tenían que decir acerca del tema.
- Bien, señor, nos tomamos la libertad de investigar -dijo el conductor-. El Sr. Timms dio a William aquí lo' detalle' sobre el aviso. Según él, no hubo avisos con esa descripción y no hay registro' de que quien lo haya enviado', ordenado' o pagado'. "Bien," le dije, "si este 's el caso, todo lo que le pido, Sr. Timms, es que averigüe por su cuenta," le dije, " y cuando quiera nos llama." "Seguro, " dijo, "lo haré": y nos fuimos. Ahora, le dejo, señor, la inquietud de si este anuncio, con letras azules sobre fondo amarillo, estaba tan claramente adherido al cristal, ya que usted debe recordarme fregándolo con el trapo.
- Si, absolutamente, ¿bien?
- Uste' dirá bien, no lo se. El Sr. Timms entró en el carro con una lámpara, no, él le dio la lámpara a William. "Bien, " dijo, "¿dónde está su precioso anuncio, del que hemos escuchado tanto?" y le dije "Aquí, aquí está, Sr. Timms, " y le señalé con mi mano -el conductor hizo una pausa.
- Bien, -dijo el Sr. Dunning- se había ido, supongo. ¿Se rompió?
- ¿Roto? No. Nada de eso. Este aviso, créame, ya no estaba. No había más trazas de ninguna letra azul en aquella parte del cristal, más... bien, no es bueno para mí que siga hablando. Nunca había visto una cosa así antes. Lo dejo a William aquí.
- Y ¿Qué tiene que decir el Sr. Timms?
- Nos llamó de cualquier manera, y no se, pero no lo culpo. Lo que recordamos William y yo es que usted también había tomado nota de aquellas letras. No tendriamo' que robar su tiempo de esta manera, señor; pero si uste' tuviera algún tiempo pa' darse una vuelta por la orficina de la Compañía, en la mañana, y decirle al Sr. Timms lo que uste' vio, nosotro' quedaríamo' muy agradecido' . Usted sabrá, que nos han llamado'... bien, una cosa y otra. Ellos creen que nosotro' vemo' cosas, una cosa lleva a la otra, y... usted comprenderá lo que quiero decir.
Luego de las siguientes elucubraciones del propósito, George dejó la estancia.
La incredulidad del Sr. Timms (quien conocía de vista al Sr. Dunning) se modificó con el suceso del siguiente día, por el cuál este último pudo referir y mostrar; y cualquier antecedente que pudiera haber sido agregado a los legajos de William y George no quedó en los libros de la Compañía; pero tampoco se dieron explicaciones.



Henry James.
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El corazón delator.

martes, 13 de julio de 2010.
¡Es cierto!. Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.
Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:
-¿Quién está ahí?
Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.
Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.
Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.
Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.
Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!
Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?
Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.
Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!.
Edgar Allan Poe
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El gato negro.

viernes, 9 de julio de 2010.
No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.
Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer. Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio. Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo. Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final. Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible- más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: "¡Incendio!" Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras "¡extraño!, ¡curioso!" y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba. Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada. Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: "Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano".

Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

-Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!.




Edgar Allan Poe.
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2

La pata de mono.

domingo, 4 de julio de 2010.
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.
-Mate -contestó el hijo.
-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.
-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.
Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.
-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.
Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.
-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.
-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.
-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.
-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.
-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.
Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.
-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.
-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo... Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.
Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.
-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.
-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.
-Se cumplieron -dijo el sargento.
-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.
-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?
El sargento sacudió la cabeza:
-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?
-No sé -contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.
-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.
-Si usted no la quiere, Morris, démela.
-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:
-¿Cómo se hace?
-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.
-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.
-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.
-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.
-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.
-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.
-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.
-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.
-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.
Sacudió la cabeza.
-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.
-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.
Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II
A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.
-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?
-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.
-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.
-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.
La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.
Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.
-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.
-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.
-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.
-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era... ¿Qué sucede?
Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.
Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.
Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.
-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.
La señora White tuvo un sobresalto.
-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?
Su marido se interpuso.
-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.
Y lo miró patéticamente.
-Lo siento... -empezó el otro.
-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.
El hombre asintió.
-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.
-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.
Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.
-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.
-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.
Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.
-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.
El otro se levantó y se acercó a la ventana.
-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.
No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.
-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.
El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?
-Doscientas libras -fue la respuesta.
Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III
En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.
Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.
Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.
El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.
-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.
-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.
Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.
-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.
El señor White se incorporó alarmado.
-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?
Ella se acercó:
-La quiero. ¿No la has destruido?
-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?
Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:
-Sólo ahora he pensado... ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?
-¿Pensaste en qué? -preguntó.
-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.
-¿No fue bastante?
-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.
El hombre se sentó en la cama, temblando.
-Dios mío, estás loca.
-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!
El hombre encendió la vela.
-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.
-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?
-Fue una coincidencia.
-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.
El marido se volvió y la miró:
-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras...
-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?
El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.
El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.
Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.
Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.
-¡Pídelo! -gritó con violencia.
-Es absurdo y perverso -balbuceó.
-Pídelo -repitió la mujer.
El hombre levantó la mano:
-Deseo que mi hijo viva de nuevo.
El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.
Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.
No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.
Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.
Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.
-¿Qué es eso? -gritó la mujer.
-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.
La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.
-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.
-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.
-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.
-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.
-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.
Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:
-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.
Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.
-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara...
Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.
Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.
W.W.Jacobs
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El Misterio de la Tribu de los Dogón

viernes, 2 de julio de 2010.
En éste nuevo monográfico, queremos acercarles el mundo o mejor dicho la historia o mitología de una de las tribus sin duda mas misteriosas de la histora, una tribu llena de enigmas como es la TRIBU DE LOS DOGÓN.

Dos investigadores franceses, D. Benest y J.L.Duvent, hacían público no hace mucho el resultado de sus últimas investigaciones en torno a una estrella, a una de las más brillantes del firmamento y que se encuentra a una distancia de 8,7 años luz de la Tierra. Según sus conclusiones Sirio es, un sistema estelar formado por tres estrellas y no por dos, como desde mediados del siglo pasado aseguraba nuestra astronomía; y llegaron a esa conclusión al estudiar con detenimiento las variaciones en la órbita del sistema de Sirio desde 1862 hasta nuestros días, lo que les llevó a pensar que había un tercer cuerpo estelar que estaba influyendo en su recorrido. Benest y Duvent dedujeron, además, que la nueva Sirio C es una enana roja, una clase de estrella que es quinientas veces menos masiva que el Sol y muy poco brillante, para cuyo descubrimiento óptico, que todavía no se ha confirmado, será necesario utilizar los más potentes telescopios en un futuro inmediato.

Pero lo realmente curioso de la noticia es que la conclusión a la que han llegado estos dos investigadores franceses recientemente, era ya más que conocida por algunos de los pueblos más antiguos de África, como los egipcios y los dogones desde hace bastantes siglos, porque como dicen sus leyendas, un día descendieron unos "dioses instructores" que venían de allí y se lo contaron.
Los Dogon son un pueblo que se localiza en la República de Malí (África Occidental). Sobre este pueblo cae un enigma realmente asombroso. En Mali, país africano situado en la frontera del Sahara con las sabanas de Africa Occidental, y a unos 1.500 kilómetros del Atlántico, se encuentran los llamados acantilados de Bandiagara en las montañas Hambori de Mali. Pegadas a las paredes del acantilado y construidas alrededor de cuevas, podréis ver unas construcciones de barro con techo de paja, algunas a 200 metros del suelo. A esas sólo se puede llegar trepando por estrechos escalones tallados en las grietas de las paredes. En ellas viven los dogones, un pueblo muy distinto de otros pueblos africanos, y sus moradas son lugares prohibidos para los extranjeros. Según una tradición oral, llegaron a Mali hace unos 700 - 800 años y construyeron las casas en los acantilados para protegerse de los ataques de las tribus que ya habitaban la región. Veneran desde tiempos inmemoriales a la estrella Sirio, de la que parecen conocer hasta en sus detalles más íntimos.

En 1931 el antropólogo francés Marcel Griaule visitó por primera vez a esta tribu, descubriendo que en sus tradiciones más sagradas y secretas se hablaba de una estrella compañera de Sirio, a la que llamaban Po Tolo, y de la que sabían que tarda cincuenta años en completar una órbita en torno a ésta y que, además, es extraordinariamente densa, lo que es rigurosamente cierto. Por si esto fuera poco, los dogones sabían de la existencia una tercera estrella a la que llaman “Emme Ya” (y que corresponde a la recién descubierta Sirio C), de la que dicen es “cuatro veces más ligera que “Po Tolo” aunque que tarda el mismo tiempo que ésta en completar su órbita alrededor de Sirio A.
Los Dogon son poseedores de una mitología tan rica como compleja. Sus leyendas contienen conocimientos astronómicos que de ninguna forma pudieron haber obtenido por sí mismos. Esto le plantea a la ciencia un enigma que es difícil de explicar, y que escapa por completo a las soluciones convencionales. ¿Son los dogones descendientes de seres llegados del espacio? ¿O son los restos que quedan de una civilización mucho más avanzada que la nuestra?

Porque sí que es un pueblo especial, entre otras cosas, viven en total armonía social y en sus aldeas no hay crímenes, ni suicidios, ni robos. Para ellos, la vida tiene carácter sagrado, de modo que cualquier conflicto se soluciona en forma pacífica. Viven en aldeas pequeñas de no más de 500 miembros cada una, este pueblo llega a contar con unos 25.000 miembros, gran parte de los cuales vive en las casas de los acantilados.

Aunque conocen la escritura moderna y están en condiciones de registrar su historia y su cultura en el papel, el hermetismo característico de este pueblo hace que prefieran transmitir sus tradiciones en forma oral. Es verdad que solo unos pocos conocen su pasado histórico, pero los antepasados dejaron en las paredes de las cavernas de Bandiagara, pinturas y pictogramas que sólo hace poco han podido ser descifrados, puesto que están bajo la custodia del Hogon, alto sacerdote guardián de la sabiduría.
Sus pinturas fueron estudiadas por expertos de la Universidad de Harvard que en sus informes acerca de las pinturas, la sorpresa fue grande al constatarse que no se trataba de postulados filosóficos como se pensaba, sino de un arsenal de conocimientos científicos referentes al funcionamiento del cuerpo humano y al sistema solar.

Algunos de estos conocimientos son anteriores al mismo descubrimiento hecho por los occidentales. En las cavernas se encuentra descrita la circulación de la sangre en el cuerpo, que William Harvey descubrió en el siglo XVII, en tanto que las pinturas, según pruebas que se han hecho, datan de los siglos XV o XVI.

La sabiduría de este pueblo contiene datos precisos y detallados sobre el sistema solar, que en muchos casos solo han entrado a formar parte del acervo de la astronomía moderna muy recientemente: describen a la Luna como “seca y estéril”, saben que el planeta Júpiter (al que llaman “Dana Tolo”) tiene cuatro grandes satélites, conocen los anillos de Saturno, y que los planetas describen órbitas elípticas alrededor del Sol. Esta noción de que los cuerpos celestes siguen órbitas elípticas alrededor de un astro principal que se ubica en uno de los focos sólo fue aceptada por la astronomía occidental a partir de Kepler, en el siglo XVII. También, describen a la Vía Láctea como una galaxia espiral formada por millones de estrellas. ¿Acaso tuvieron telescopios antes que Galileo?
A parte de todo esto, incluso se refieren a la naturaleza del Sol. Ellos dicen que nuestro Sol y la estrella Sirio esa estrella de primera magnitud, la más brillante del hemisferio Sur, en realidad son dos soles hermanos que se desgajaron uno del otro y se formaron dos sistemas estelares diferentes pero que tienen un mismo origen, hay que decir que la estrella Sirio está a 8'7 años luz del Sistema Solar, una de las cinco estrellas más cercanas al sistema solar.

Y su historia y tradiciones no dejarían de pasar desapercibidas al resto del mundo si en el año 1.951 los antropólogos franceses Marcel Griaule y Germaine Dieterlen no hubiesen publicado un trabajo titulado “Un sistema sudanés de Sirio”, en el cual hacían un estudio sobre cuatro núcleos tribales sudaneses para averiguar el alcance de sus conocimientos ancestrales acerca del sistema estelar de Sirio.

Existía pues, la circunstancia de que los dogones conocían Sirio B, siendo conscientes además de que era invisible, que no se veía con el ojo humano. Los dibujos representativos que hacen de la órbita de Sirio B, alrededor de Sirio A, son exactamente idénticos a los del moderno diagrama astronómico. También aseguran que Sirio B, es una estrella muy pequeña. La llaman “Po Tolo”. Continúan con la afirmación de que a pesar de ser muy pequeña, es muy pesada, la más pesada que existe, constituida en un material más brillante que el hierro al que denominan “Sagala”. La astronomía oficial sabe que Sirio B es una “enana blanca”, una estrella muy pequeña y muy pesada.

De acuerdo a su mitología, los dogones dicen que aparte de “Po Tolo”, la compañera de Sirio, existe otra estrella que es 4 veces mayor que “Po Tolo” pero sin embargo mucho más ligera en peso y que tiene una órbita más exterior, y los dogones denominan “Emme Ya” (por primera vez, en el año 1.862, el astrónomo americano Alvan Clark logró ver en la estrella de Sirio, que no era sólo una, sino dos estrellas. Posteriormente, en una época mucho más reciente, se detectó la existencia de una tercera estrella que completaba el sistema de Sirio, Sirio C, la “Emme Ya” de los dogones).

Dicen los Dogones que “Emme Ya” es la segunda acompañante de Sirio y tiene a su vez un pequeño satélite que gira a su alrededor y que ellos la denominan “Nyan Tolo”, la “estrella de las mujeres”. Hablan de esto y además no solamente de estás compañeras invisibles de Sirio sino que incluso dibujan las trayectorias de sus órbitas (se ha descubierto que la trayectoria que los dogones dibujan es exactamente la misma que han descubierto los astrónomos).

Los dogones aseguran que todos sus conocimientos proceden de unos seres que llegaron a la Tierra procedentes de “Nyan Tolo”, satélite de “Emme Ya”, del sistema de Sirio, aproximadamente hacia el año 3000 A.C., y a los que denominan “Nommos”.
Los “Nommos” descendieron a la Tierra en un “arca” roja como el fuego inicialmente y volviéndose blanca cuando aterrizó. Al aterrizar parecía como si cuatro enormes rocas chocaran entre sí, levantando una gigantesca nube de polvo.
Aquellos conocimientos, que Griaule completó quince años más tarde con otras investigaciones de campo que realizó junto a la etnóloga Cermaine Dieterlen, fueron considerados en principio pura mitología; pero aún con todo, en medios académicos, escépticos como E.C. Krupp, director del Observatorio Criffith de Los Ángeles y uno de los más reconocidos especialistas mundiales en arqueoastronomía, reconocieron que además de su conocimiento sobre Sirio, era difícil explicar cómo conocían también los anillos de Saturno o las cuatro lunas galileas de Júpiter, descubiertas por Galileo Galilei siglos después de que los dogones hablasen de ellas, gracias a su primer telescopio.

Además de los dogones, otros pueblos vecinos como los Bambara, los Bozo de Segu y los Miniaka de Kutiala, comparten desde tiempos inmemoriales idénticos conocimientos sobre Sirio, en torno a cuyo sistema gira buena parte de la vida ritual de estas gentes.

Griaule y Dieterlen prefirieron limitarse a describir aquello que les fue transmitido por los hogon, o jefes de cada pueblo iniciados en el secreto de Sirio, sin hacer una valoración de sus hallazgos. Pero en 1970 Cenevieve Calame-Griaule publicó en un libro que tituló Génesis Negro, algunas de las notas que su padre Marcel no se atrevió a dar a la luz. En ellas se describía como los dogones creían en un dios hacedor del Universo al que llaman Amma, que mandó a nuestro planeta a un dios menor, al que conocen como Nommo, para que sembrara la vida aquí. Nommo descendió a la Tierra y trajo semillas de plantas describe una de las tradiciones recogidas por Griaule de boca de un hogon llamado Ogotemmeli, que habían ya crecido en campos celestes... Después de crear la Tierra, las plantas y los animales, Nommo creó a la primera pareja de humanos, de los que más tarde surgirían ocho ancestros humanos, que vivieron hasta edades increíbles.

De Nommo, los dogones dicen también que era una criatura anfibia, probablemente muy parecida al dios babilónico Oannes, y que regresó al cielo en un arca roja como el fuego después de cumplir con su tarea. Pues bien, con todos estos datos, en 1976 Robert K.C. Temple, un lingüista norteamericano miembro de la Royal Astronomical Society británica y afincado en Londres, publicó un osado libro que tituló El Misterio de Sirio, en el que aventuró que Nommo fue un extraterrestre que dejó en la Tierra, hace entre siete y diez mil años, toda clase de pistas sobre su origen estelar.

Las tumbas de los dogones no son subterráneas, sino que son grutas cuya entrada está cubierta con una gran piedra. El cadáver se coloca con la cabeza hacia el interior, dejándose fuera el cobertor y la estera. Se tapa la entrada y comienza el velatorio que dura seis días realizando rituales para que el alma abandone la gruta y se pose en el cobertor del difunto, el cual se ata a las sandalias y todo es expuesto en la plaza mayor del poblado. Luego se efectúa una segunda parte de esta ceremonia, que los dogones llaman dama, y está destinada a alejar del mundo el alma para inducirla a emprender el viaje hacia el Más Allá. Ceremonia que dura varios días y suele realizarse para varios difuntos a la vez. Sorprende que esta ceremonia se única entre los dogones, y no se practique en ninguna otra tribu africana como han comprobado los etnólogos. Los dogones utilizan en los Siguis sus máscaras rituales y sus símbolos, uno de los cuales, el llamado “Kanaga”, una máscara rematada por una especie de cruz que simboliza el vuelo del pájaro, y que nos recuerda curiosamente al símbolo de Ummo. Además ni son cristianos ni musulmanes, al parecer son los únicos que siguen practicando una religión animista a día de hoy.



Al descifrar las pinturas y pictogramas comenzaron las especulaciones acerca del origen de los dogones. En las pinturas hay un relato conocido como el “génesis según los dogones”, en el cual se cuenta que habrían llegado de una “estrella oscura” que cada sesenta años se acerca a la Tierra. Los sabios de aquella estrella anticiparon que habría un gran estallido en el astro y decidieron emigrar, eligiendo la Tierra que, además de ser apta para la vida del hombre, era el único planeta al cual el astro oscuro se acercaba.

Cada sesenta años los dogones celebran una fiesta dedicada a la fertilidad y a la vida, y que dura varios días, que denominan “sigui”, determinada por la rotación de Po Tolo alrededor de Sirio A. Cada jefe dogon tenía que preparar para cada fiesta, un recipiente impermeable en el que hacía fermentar la primera cerveza ceremonial a consumir en los festejos, un solo recipiente ritual en común, que una vez finalizada la fiesta, era colocado en la viga principal de la vivienda del jefe dogon, en donde se sumaba a los de fiestas precedentes. Es entonces cuando elaboran complejas máscaras de madera para celebrar la entrada del nuevo ciclo, que después almacenan en un lugar sagrado y donde los arqueólogos han podido encontrar piezas que datan, al menos, del siglo XV.

Se la llama la gran fiesta Sigui; en ella usan disfraces en la creencia de que el Espíritu Creador transmite a través de ellos la fuerza vital que asegura la perpetuidad de la estirpe. Lo curioso del caso es que últimamente los astrónomos han descubierto una estrella oscura que cada sesenta años se acerca a la Tierra, si bien es cierto que este acercamiento hasta podría considerarse teórico en cuanto a propósitos prácticos, ya que en el momento de mayor cercanía, la estrella se encuentra a muchos miles de años luz de la Vía Láctea. En todo caso, cabe señalar que la fiesta Sigui se celebra en una fecha que coincide con el acercamiento.

¿Cómo supieron los dogones cuando debían celebrar la primera fiesta Sigui?... Y si llegaron del astro oscuro, cómo hicieron el viaje? Nada hay en las pinturas de las cavernas que indique que haya habido un viaje intergaláctico, y si hubo una supercivilización, hoy sólo queda muy poco de ella.

Naturalmente, los dogones poseen su calendario, pero las fechas para la celebración del Sigui se obtienen siguiendo un método ancestral, en nada relacionado con el Sol, Sirio o la Luna, se fijan en una hendidura que existe en una roca llamada Yougo situada en el centro del poblado Yougo Dogorou, y lo curioso, es que esta hendidura se ilumina con un fulgor rojo en el año que precede a la ceremonia Sigui. También aparecen las afueras del poblado unas calabazas alargadas que nadie parece haber plantado, estos sucesos hacen reunirse al consejo de ancianos, que con la ayuda de los hogones y de los barriles de cerveza que se conservan religiosamente, señalan la fecha de la celebración. Por el número de barriles conservado se calcula que vienen haciendo esta ceremonia desde el siglo XII.



Lo más avanzado que tienen actualmente los dogones en cuanto a ciencia, es la medicina. Los ancianos la practican junto con la adivinación, con maravillosos resultados, y sin los rituales fetichistas comunes a todas las tribus del Africa negra. De hecho, los ancianos aseguran no ser brujos, pero guardan silencio cuando se les pregunta cómo realizan curaciones y predicciones con tanta exactitud. De lo poco que hablan, se ha podido deducir que se basan en la unidad del hombre con la naturaleza y en la relación entre los opuestos: la vida con la muerte, la creación con la destrucción, lo grande con lo pequeño, la salud con la enfermedad...

Si bien son celosos de sus secretos y muy poco comunicativos con los extranjeros, no son hostiles ni hoscos, y permiten que los visitantes asistan a sus fiestas, con la convicción de que no serán capaces de entender el simbolismo que hay en éstas. Así se ha podido conocer parte de sus rituales, que para algunos investigadores están lejos de ser representativos de una cultura científica, siendo más bien rituales animistas de celebración de la vida, aunque reconocen que son más avanzados que los ceremoniales mágicos de otros pueblos.
Ya sean los dogones los últimos vestigios de una antigua civilización, o un pueblo acosado por la hostilidad de sus vecinos, que desarrolló una filosofía y una tecnología sorprendentes, lo que reconocen los viajeros es que son sin duda ejemplo de un comportamiento humano verdaderamente digno... lo que de por si los convierte en un pueblo más civilizado que la mayoría de los actuales habitantes de la Tierra...

Seguirá sin tenerse en cuenta el porqué de la fascinación que ejerció sobre los egipcios (y sobre otros pueblos tan alejados de ellos como chinos o dogones) la estrella Sirio, aunque todos ellos se esforzaron en aclararnos estas dudas en sus templos y mitos: sus “dioses instructores” descendieron un día lejano de aquel sistema triple y habitaron quizá entre nuestros antepasados.

Y si razonamos un poco llegamos a dos conclusiones o que alguien que vino de allí se lo ha contado, o que posiblemente vengan de allí como dicen….. en fin… otro de los misterios de este mundo.

Lo que sigue a continuación es el hacerse preguntas y extraer conclusiones sobre que o cual pudo ser la respuesta a esta cuestión.

Unos dirán que extraterrestres bajaron y enseñaron ciertas cosas y nociones a este pueblo.

Otros dirán que son los supervivientes de una civilización superior que se ha extinguido.

Otros dirán que son los descendientes de unos viajeros de otro planeta hace muchos siglos.

Otros dirán que tienen escondida la antena parabólica y la conexión a internet para saber todo lo que saben e intentar rentabilizar el turismo.

Otros más pintorescos dicen que alguno de la tribu estuvo de viaje por Europa y se trajo esos conocimientos a la tribu.

Otros hasta serían capaces de decir que iban a clases particulares de Astronomía.

Otros especularán con todos estos datos y extrajeran sus conclusiones no menos pintorescas que las anteriores, como Gámez diciendo que todos los conocimientos astronómicos de los Dogon ya eran conocidos en 1930, y que no conocían los anillos de Urano que se habían descubierto en 1977, y además cuenta que esos conocimientos de los dogon fueron por asimilación cultural, porque algún europeo o misionero se los contó, y también refería que había varios observadores que creyeron ver Sirio C entre 1920 y 1930.

Veamos, vayamos por partes, dicen que no conocían los anillos de Urano que se descubrieron en el 1977, claro, y seguro que tampoco sabían la estructura de la constelación del cangrejo, ni de algunas vecinas, ni tan siquiera del mapa de la Vía Láctea…..…

Plantea la tesis de que sus informadores fueron europeos…. Fenómeno de asimilación cultural…. Por parte de un europeo o de un misionero…. En aquellos tiempos, no hay más que preguntarlo, no se mandaron misioneros a aquella zona, creo que antes de 1946 no se enviaron misioneros, no hay más que preguntarlo a las autoridades eclesiales correspondientes. Pero veamos en aquellas fechas quien sabía del Sistema de Sirio, y de Sirio A y Sirio B, si no se veían a simple vista lo que es imposible, y para verlas hacen falta los telescopios potentes como los actuales. Y que ya se intuía la Sirio C en 1920 cuando es hoy cuando se ha efectuado dicho descubrimiento, y aun no se ha podido realizar el descubrimiento óptico.

En fin, que lo que Gámez plantea con todo lujo de detalles, no es más que su empecinamiento en intentar desacreditar a J J Benítez con su programa de Planeta Encantado sobre los Dogon..
Porque ya hay constancia de la celebración de estas fiestas Sigui desde hace unos 700 años, porque las pinturas donde se ven reflejadas las orbitas y las estrellas de Sirio tal y como se dibujan hoy en día según los expertos tienen más de 500 años. Y da la casualidad por otro lado, que curioso, que el Telescopio no se invento hasta el 1600. Es decir que las fechas no cuadran.
Y la explicación que comentaba Carl Sagan de que era por asimilación cultural, también se cae por su propio peso, no solamente por lo anterior, sino porque el análisis con Carbono 14 de una estatuilla dogon que representaba el carácter dual de Sirio dio no menos de 500 años, además de lo comentado anteriormente.

Por consiguiente, digan lo que digan, los datos se siguen acumulando, y…el misterio sigue y seguirá estando ahí.

Una Antigua profecía de los Indios Hopi dice: “” Cuando la Estrella Azul Kachina, haga su aparición en el cielo, el quinto mundo emergerá “” Ese será el día de la Purificación. Eso sucederá cuando Saquasohuh, La Estrella Azul Kachina baile en la plaza y remueva su máscara………

Estrella Azul Kachina es el nombre con que los Indios Hopi conocen a la Estrella Sirio

Muchas coincidencias, muchas casualidades……. Puede que si…………Puede que no, pero nosotros una vez mas, les ofrecemos los datos, y como en otras ocasiones les hemos repetido, a ustedes les toca investigar, analizar y sacar vuestras propias conclusiones.

Y es que la verdad está ahí fuera, sólo hay que saber encontrarla, y lo que es más difícil, entenderla.

Antonio Rivera
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